lunes, 7 de julio de 2008

Árbol y ciudad



¿Qué cambiará más la vida de un ciudadano? ¿Un arbotante o un árbol? ¿Preferible tener sombra en un día caluroso o luz en la oscuridad de la noche?

Hay que dejarlo claro: El alumbrado no garantiza en sí mismo la seguridad; eso más bien se determina por una suma compleja de factores como la pobreza, los servicios de policía y otras cuestiones. Un arbotante genera confianza en los habitantes del barrio, sin llegar a convertirse en el mesías iluminado –que solo le faltaría lo mesiánico en este caso-, salvador de la inseguridad.
Un árbol por el otro lado, puesto convenientemente en una acera, genera sombra. La sombra genera un estado de confort -más en esta Laguna de terregales y calor del diablo- ; la sombra genera un punto de reunión. Un micro-espacio público capaz de generar encuentros sociales, que a su vez lleven una mayor integración social. Y claro, mejora la imagen urbana de cualquier calle. Todos amamos caminar bajo la sombra de un árbol, ver la copa de un árbol en lugar de la fachada amarillo chíngame-el-ojo de los muchos Elektras, los cables y varillas pelonas de las azoteas –algunas con perro y ropa tendida-, los espectaculares de Roberto Madrazo. Un árbol es capaz de esconder toda esa escoria y basura visual, reflejo de nuestra sociedad discapacitada al progreso.
Las políticas sociales mexicanas, establecen que la falta de alumbrado público es una carencia grave en la infraestructura urbana; cualquier barrio o colonia que no tenga alumbrado público es generalmente un asentamiento popular, de ingresos bajos. El alumbrado es hijo de la modernidad progresista y como tal, una obligación para el desarrollo. Al árbol nadie le hace mucho caso, no aparece en los programas de SEDESOL o los programas políticos partidistas. Poco se hace para incentivar la siembra de árboles, poco se protegen los árboles adultos que constantemente se talan por caprichos de gente que no quiere barrer la banqueta, o se quiere evitar tener un coche cagado de palomas.
Para mejorar la ciudad vale tanto uno como el otro; solo que no están en situaciones equitativas. El árbol se menosprecia, no se valora como punto de encuentro, como protector de sombra al peatón o generador de un espacio público que casi no existe. El árbol mejora la calle, visualmente y como lugar de encuentro. Si tenemos calles habitables, tendremos ciudadanos más felices, más trabajadores y menos estresados. Un árbol cuesta poco, y si escogemos especies endémicas, el consumo de agua será poco.

La ciudad padece la enfermedad de los taladores; cada vez hay menos árboles, y en esta carrera se descubre la fealdad de la ciudad desnuda.
El mejoramiento de la calidad de vida en la ciudad implica todos los aspectos, incluso el poder sentarse a la sombra de un árbol.

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