sábado, 29 de marzo de 2008

Tokio Blues 2


12 de Marzo de 2008. Terminal 2 del aeropuerto de la Ciudad de México, horas antes de tomar el avión que habría de traerme de vuelta a Torreón. Apenas paso los controles de revisión, camino buscando un Starbucks. Necesito cafeína, mucha cafeína en versión fría y frapé. Ha sido un viaje agotador. Mi cabeza apenas puede ordenar las ideas, solo quiero recibir silencio y aislarme del mundo exterior que me ha dejado exhausto desde hace semanas.
Todo brilla en la T2, huele a nuevo y la gente se ve más feliz. El chai latte también sabe mejor. ¿Es esto México? No lo parece.

Me encantan las librerías, a excepción de las que están en los aeropuertos. Son caras, pequeñas, comerciales, asépticas, increíblemente carentes de personalidad (no recuerdo el nombre de alguna) y todas en todos los aeropuertos y en todos los países se parecen entre sí.
Sin embargo necesitaba un libro, las tres horas que tendría que esperar eran la eternidad. Así me encontré con Tokio Blues. Y no voy a negarlo, influyó el fenómeno mediático que hay alrededor de Murakami para que me animara a comprarlo. Tampoco es que había muchas opciones.

Curioso, la historia comienza en un avión. Watanabe el protagonista, escucha Norwegian Blues (de los Beatles) -versión aeroportuaria-; le vienen imágenes y recuerdos de su juventud, de esos años sesentas, más violentos, dolorosos y trascendentales para él que para el mundo.
Apenas iba a subir a mi avión y ya estaba prendido del libro. Como pulga a la piel. Las tres horas habían pasado rápido, los hielos del té chai latte hacía mucho tiempo se habían derretido.


Ciertamente lo mejor de la literatura iberoamericana (para un iberoamericano) es la proximidad cultural. Leernos es vernos al espejo.
Nunca antes había leído autores japoneses. Y es que me daba un poco de terror las diferencias culturales, ser incapaz de no entender el sentido del libro. Murakami entonces era una ventana a un paisaje que no conocía. No me arrepiento, fue buena decisión: sencillo, claro y bastante amigable para un comienzo.

Quienes han leído a Murakami coinciden siempre en resaltar las maravillas de su narrativa. Fluida, rítmica, adictiva, ligera como aire de noche de verano, hipnótica como murmullo de una fuente. No exageran, la prosa de Murakami es impecable. La trama es en apariencia sencilla. Las vidas de los personajes se mezclan y se difuminan entre sí; son frágiles, cargados de humanidad individualista y solitaria; cada uno luchando en su propia tragedia.



Sexo y suicidio

En marzo de 1945, justo antes que los gringos llegaran a Okinawa, los militares japoneses incitaron al suicidio a la población civil, sobre todo entre las mujeres, ancianos y niños.
Más de 500 personas perdieron la vida; se arrojaron por los acantilados, hicieron estallar granadas, se colgaron. Lo importante era morir antes que el imperio cayera.

Si no había leído ningún autor japonés hasta ahora era por temor a no entender una cultura que poco conozco; se precisa tener cierto conocimiento sobre costumbres y tradiciones particulares que en otras sociedades representan aspectos muy diferentes.
Leyendo a Murakami encontré dos elementos de llamar la atención, el sexo y el suicidio.

En México podremos ser: flojos, alegres, dicharacheros, jodidos, prietitos, burlones, religiosos, niñeros, mentirosos, corruptos, familiares, con-sobrepeso, inocentes, poco-educados. Nunca, nunca suicidas. Nuestra relación con la muerte va por otro lado. El suicidio no es tema que nos defina, que lo hay y lo habrá eso es un hecho; solo que no trasciende como tema en la vida del país.

Murakami aborda el tema del suicidio, que en Japón tiene una connotación diferente; es el pozo del que le habla Naoko a Watanabe al inicio de la historia; una patología del destino en la que uno cae y es incapaz de salir hasta que todo termina. No hay salida, no puedes trepar el pozo porque es profundo, y al caer seguramente has resultado herido e incapacitado para moverte.
Depende solo del destino, de la suerte de cada uno en caer al pozo.



La traducción

Impresionante, creo que el trabajo de un traductor es más bien ser intérprete.
Lourdes Porta Fuerte hace un gran trabajo, incluye notas de fondo con explicaciones culturales –muy apreciado en mi caso-.
A veces demasiado ibérica en ciertos términos, pero finalmente un trabajo impecable.



Retrospectiva

Murakami se ha convertido en un fenómeno mediático, en autor de culto con todo lo positivo y negativo que acarrea. Su obra está sobre la línea que divide el best-seller hiper-comercial y la lectura culta.
En lo personal creo que hay que esperar con paciencia. Un libro no son sus letras, son los ojos de quien lo lee. Hay que dejar que pase el tiempo, releerlo, darle otras lecturas en otros contextos; solo eso definirá en que parte de la línea se encuentra Murakami.
Tokio Blues es como un jardín Zen. Una vez dentro, el tiempo y la vida cambian. No hay elementos que sobren, todo tiene un porqué. Se requiere observar detalladamente los elementos y relacionarlos. Es una lectura contemplativa, donde cada quien saca sus propias conclusiones. Afortunadamente el jardín esta hermosamente armado. El tiempo pasa rápido estando dentro.

viernes, 28 de marzo de 2008

Tokio Blues 1




…Me hablaba de un pozo. No sé si existía en realidad o era alguna imagen o símbolo que solo existía para ella. Como tantas otras cosas que, en aquellos días inciertos, entretejía su mente. Sin embargo, después de que Naoko me hablara del pozo, he sido incapaz de imaginarme aquel prado sin su existencia. La figura de un pozo que jamás he visto con mis propios ojos está grabada a fuego en mi mente como parte inseparable del paisaje. Puedo describirlo en sus detalles más triviales. Se encuentra en la linde donde termina el prado y empieza el bosque. Es un gran agujero negro de un metro de diámetro que se abre en el suelo, oculto hábilmente entre la hierba. No lo circunda brocal alguno, ni siquiera un cercado de piedra de una altura prudente. Se trata de un simple agujero abierto en el suelo. Aquí y allá las piedras del reborde, expuestas a la lluvia y al viento, han mudado a un extraño color blancuzco, se han agrietado y han ido desmoronándose. Unas lagartijas verdes se deslizan entre las grietas. Sé que si me asomo y miro hacia adentro no veré nada. Es muy profundo. No puedo imaginar cuanto. Y está tan oscuro como si en una marmita alguien hubiera cocido todas las negruras de este mundo.
-Es muy, pero que muy profundo –decía Naoko escogiendo cuidadosamente las palabras. Ella hablaba así a veces: muy despacio, buscando los términos adecuados-. Es muy profundo. Pero nadie sabe donde se encuentra. Claro que está por allí, en algún sitio. Eso es seguro.
Y, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de tweed, se volvió hacia mí como diciendo: “¡Es verdad!”


Haruki Murakami, Tokio blues Norwegian Wood.

miércoles, 19 de marzo de 2008

La historia del deseo extraño y fantástico que me hace visitar los cementerios y le da cuerda a mi vida pensando en su recuerdo

Dedicado a AMR, que un día de Enero me calificó como Fetichista Panteonero y desencadenó involuntariamente que escribiera este texto…

La vida es un extraño pedazo de tela donde los hilos que la conforman tarde o temprano se unen en puntos específicos o determinados; todo se relaciona, todo converge creando un diseño único e irrepetible que se convierte en la última imagen que tenemos justo antes de morir (sí, porque eso es lo que vemos antes de morir…).

Hace semanas me encontré con uno de estos hilos, lo palpé como una hebrita que apenas sale de la camisa y que al jalarla se deja ver, se descubre entre los demás hilos. Ahora me encuentro frente al teclado, escribiendo y descubriendo esta historia que son en realidad muchas historias unidas por el hilo ínfimo que decidí a sacar.

La historia es de cementerios, o más bien de cómo me empezó el gusto -casi obsesión- por visitarlos. Placer extraño, que creció y se transformó de manera particular, siempre por las circunstancias.
Las situaciones siempre son más sutiles, indirectas. Una cosa lleva a la otra pero de manera casi imperceptible, más bien en secreto y silencio, sin hacer escándalos.
Me gustan los cementerios y mucho. Me gusta caminar entre las tumbas y me gusta ver los detalles de las lápidas; observar cómo la persona quiso perpetuar su memoria, o cómo decidieron sus familiares hacerlo, que no es lo mismo.
En los cementerios se reducen muchos aspectos de la vida; esa obsesión por no ser olvidado, por no dejar de ser querido y amado aun cuando la carne ya no existe. El amor y el olvido cubiertos de polvo y flores, y a su alrededor el mundo que sigue sin apenas mirar estos caprichos eternos del hombre.



Jan Neruda, el comienzo de la historia


Hace años, estudiaba entonces la escuela secundaria, leí en el libro de literatura:"Pablo Neruda, cuyo verdadero nombre fue Ricardo Neftalí Eliecer Reyes Basoalto nació en 1904 en Parral, Chile. En 1920 comienza a contribuir con la revista literaria Selva Austral bajo el seudónimo de Pablo Neruda, que adoptara en homenaje al poeta checo Jan Neruda..."

Llamó mucho mi atención que uno de los pocos premios Nóbel latinoamericanos haya tomado su apellido de un checo desconocido, además que el Neruda no me sonaba nada checoslovaco (entonces todavía existía Checoslovaquia).
No se como explicarlo, el pequeño párrafo de mi libro de literatura se convirtió en esas hojas que uno busca en los tiempos muertos para no aburrirse y pensar en otra cosa, leyéndolo y releyéndolo sin llegar a ninguna parte mas que al aprendizaje del texto.
Probablemente era solo curiosidad, no lograba relacionar a un joven chileno que adopta el seudónimo de un checo que, fuera de su ámbito nacional, se le conoce poco.
Tenía el nombre en la cabeza; investigué los medios que un puberto provinciano en la era pre-informática tiene acceso, osea casi nada (el libro de literatura tampoco ayudó mucho): vivió en Praga, su obra principal era un libro de cuentos y había influido increíblemente en Ricardo Neftalí al punto de darle el apellido. La duda habría de continuar algunos años más.





Praga y el verano del 2002



La vida es extraña en sus idas y vueltas, en el va-y-viene de todos los días.
Pasaron seis años desde que casi memoricé aquel párrafo.
En 2002 hacía un curso de verano en Praga que me sería acreditado como “Valores en el mundo” en mi cardex de carrera.

Nunca entendí mucho la finalidad de esas materias; mi opinión era la misma que la mayoría de los alumnos del ITESM de esos años: Relleno caro, obligatorio y presumiblemente inútil del plan de estudios.
Afortunadamente decidí tomar otro curso que lo sustituyera, en Europa del Este (por aquellos años Chequia era todavía el “este”). Me ayudaría a evitar los contenidos regiomontanos y pretenciosos de la asignatura que habría de impulsar mi metamorfosis en el monstruo empresarial, socialmente responsable y altamente exitoso que promete la publicidad del Tecnológico de Monterrey.


El curso en Praga fue de las mejores cosas que me sucedieron en la carrera; descubrí un país, una cultura y una ciudad (¡Y qué ciudad!). Aprendí un poco de checo, el mínimo necesario para evitar las malas caras de los no muy amables praguenses.

Supe que no es bueno combinar cervezas y cerezas; en caso último que así pasara, habría que comprar papel higiénico en cantidades mayoristas y de fibra de algodón, increíblemente suave para la dermis colónica, que habría de estar expuesta incesantemente a muchas visitas sanitarias por varias horas.
Afortunadamente no hablo por experiencia propia.


Entre las asignaturas del curso estaba la de literatura checa, que se convirtió en mi preferida por mucho. Una sonrisa se dibujó en mi boca cuando la maestra, una rubia guapa-natural-medio-que-silvestre, puso sobre mi mesa un cuento donde en la parte superior de la hoja se escribía:"La misa de San Wenceslao" Jan Neruda.

Me sentaba al frente del grupo y nadie pudo ver mis ojos; los abrí como hacía mucho no lo hacía. Al principio sentí mucha confusión, había dejado de pensar –que no es olvidar- en ese párrafo que leí y releí muchas veces en la escuela secundaria, para verlo justo frente a mí, en otro salón de clase de literatura, a seis años y nueve mil kilómetros de distancia de la primera vez.
El nombre se quedó memorizado en mi cabeza, como la factura o el documento aparentemente inútil que se guarda en la caja de los papeles, porque se sabe que tarde o temprano habrá de servir para algo.

Ahí estaba Jan Neruda frente a mí, y no solo un nombre hueco; era un cuento, una sesión de clase específicamente dedicada a él, a analizar su influencia posterior no solo en las letras bohemias, sino en la identidad nacional incipiente de ese país pequeño, nostálgico, dramático e intelectual que es la República Checa.





Hradcany, la colina del castillo con la Catedral de San Vito en lo alto.




Mala Strana y el Santo Niño de Praga


Los cuentos de la Mala Strana son la principal obra de Jan Neruda. Se desarrollan en el barrio homónimo, justo a los pies de la colina del castillo que domina todo el paisaje de Praga. El barrio es una historia en sí misma; un conjunto de formas, puentes, cúpulas, caminos, tranvías, parques, cervecerías y personajes que se funden a la sombra de la Catedral de San Vito.
Para llegar a él, desde el Stare Mesto (la parte antigua de la ciudad), hay que pasar el río Voltava, justo por encima del puente de Carlos (Karlovy Most).
Sin quererlo y sin saberlo, el recorrido es casi procesional. Mientras se avanza aparecen lentamente las torres de las iglesias, las plazas, los mercados, las tiendas, las formas barrocas, los callejones, y se van escuchando los sonidos propios del barrio que el turismo masivo todavía no ha logrado desarticular.

La primera vez que pasé el puente de Carlos y visité el barrio, fue una muy fresca mañana de sábado; curiosamente me encontraba ahí por casualidad. Nancy, una queretana del grupo, me pidió que la acompañase a buscar el santuario del Santo Niño de Praga.

En México pedir señas a un desconocido es más bien un acto de amabilidad social. A cualquier persona que le sea solicitada una dirección o consejo no tardará en interrumpir lo que hace, dirigirse directamente con el perdido en cuestión y darle de la manera más amable la información. Lo cómico del caso mexicano es que muy pocas veces la información es certera y confiable al cien por ciento.
La raza de bronce se desvive por adornar el rito de orientación, como si fuera procesión de semana santa o fiesta de quince años de pueblo, apenas dando importancia al contenido sustancial.
Mexicanos finalmente, más preocupados en el envoltorio que en el contenido.
Chequia con sus checos está del otro lado del universo geográfico-orientativo; la gente apenas si muestra algún interés en responder, sin embargo la información es absolutamente confiable, y si alguien desconoce lo preguntado simplemente lo dice.
Checos finalmente, tan preocupados y al borde del suicidio debatiendo contenidos y siempre poco felices en disfrutar los envoltorios.

Nos bastó preguntar solo unas dos veces para llegar a la iglesia. Ahí estaba aquella pequeña y rubia figura que muchas de nuestras abuelas norteñas siguen venerando, probablemente importada por algún jesuita bohemio en tiempos de la Nueva España.

Sin pensarlo dos veces respondería que la mejor manera de conocer la zona no fue por medio de caminatas; fueron los cuentos de Neruda que me llevaron por muchos rincones del barrio incluso antes de estar ahí; me gustaba leerlo y después salir en busca de los lugares que había creado en mi cabeza para después compararlos.
La facultad donde tomé los cursos se encontraba en Stare Mesto (la ciudad antigua) y mi residencia universitaria más al este, cerca de la estación Palmovka.
El Mala Strana era el otro extremo de mi vida en Praga, a donde solo acudía como un turista literario con bolsa de cerezas en mano. Era como un enorme parque, un espacio de ciudad al que solo le dedicaba la mejor parte de mi estancia.


Es difícil definir qué otorga el valor de un libro; no siempre depende directamente de su contenido. A veces un libro vale por un suceso histórico relacionado o su capacidad para encajar en el espacio que existe entre la pata de una mesa y el suelo.


Pienso que el libro de Neruda era bueno y punto. Nada extraordinario. Sin embargo, lo trascendental en este caso, era que nunca antes había relacionado tan directa e inmediatamente una narración con un lugar inmediato, un lugar que veía, caminaba y escuchaba mientras pasaba las hojas. Era como un espejo con dos realidades diferentes y encontradas, y yo justo entre ambas. Neruda crea un universo autónomo encerrado entre la colina de Petrin, el castillo y la rivera del Voltava y yo hojeaba sus palabras en aquel universo real.Un accidente afortunado que sin querer dejé llevar.


No pude leer todos los cuentos. La maestra rubia-guapa-natural-medio-que-silvestre me proporcionó solo algunos. Tendría que esperar otros 6 años hasta toparme con una edición en español completa, justo fuera de la estación Copilco de la Ciudad de México.
Pero esa es otra historia u hebrita que no voy a deshilvanar esta vez.



La iglesia de San Nicolás en Mala Strana


Las brillantes lápidas de Vysehrad



Praga es un plato roto, un conjunto de pedazos pegados a la fuerza; ciudad discontinua donde varios asentamientos unidos por la historia y la cercanía fueron estableciendo redes que los cohesionaron, aunque en realidad nunca se unieron.
La Ciudad Vieja, la Ciudad Nueva, el Mala Strana y la Colina del Castillo; cuatro zonas antiguas de la ciudad que poco se asemejan unas de otras, ya ni mencionar el barrio donde me alojaba, con sus enormes edificios soviéticos de concreto y una floreciente industria de sex shops que animaban extrañamente la zona.

Pasó Junio y con él los cuentos de Neruda y los paseos en el Mala Strana. Necesitaba una continuación para una historia que no podía terminar así, aunque de ser sincero tampoco sabría cómo habría de proseguir. Fue más bien una cuestión que se dio sin planear.

¿Porqué no visitar a Neruda? Mejor dicho: ¿Porqué no visitar los restos de Neruda? Sí, como si fuera un tipo de santuario o lugar de reliquias…


Su tumba estaba al sur de la ciudad, en la colina de Vysehrad. Como no conocía esta parte de la ciudad y la guía turística la recomendaba no podría perder mucho, además que me permitiría continuar la historia.
Nunca antes había visitado un cementerio con este tipo de fines (que tampoco podría definirlos). Apenas si visitaba a los difuntos de la familia el 2 de noviembre y bastante a la fuerza.

Un viernes de Julio me dirigí a Vysehrad con una bolsa de cerezas, cámara reflex y una botella de agua de un litro; el calor era omnipresente y asfixiante. La temperatura llegó al máximo anual. Nunca hubiera creído que en Praga tuvieran por lo menos una vez al año una aproximación al trópico tabasqueño. El metro ardía en olores de humanidad, la calle era bochorno difuso y constante, y los pobres praguenses andaban de sombra en sombra pidiendo posada.


Al llegar a Vysehrad, apenas bajando del metro la situación era otra; no sé si era su ubicación al lado del río, el estar sobre una colina o los muchos árboles que cubrían el entorno, o muy probablemente todo lo anterior junto: El frescor se sintió como ráfaga de cielo apenas se pasaba el umbral del cementerio.

La luz del sol pasaba entre las copas de los árboles moviéndose con el soplo del viento.
Las lápidas de granito negro se reflejaban unas a otras como una casa de espejos. Todas estaban increíblemente brillosas y limpias. A lo lejos una fuente invisible me regalaba su sonido, y era todo para mí porque el cementerio estaba solo.
Caminar por entre las tumbas era un extraño gusto; me dio sensación de placer, tranquilidad, silencio y curiosidad.
Anduve por algunos minutos entre la grava que picaba la suelas de mis zapatos. Una vieja recién terminaba de limpiar una lápida y guardaba sus herramientas en una gran bolsa gris, apenas si me miró. Traté de no parecer turista, aunque es difícil para un mexicano en país de güeros-unochentaycinco.
No tardé mucho en dar con la tumba de Neruda, el cementerio no era grande y la lápida se encuentra en un lugar relativamente central y accesible.
Justo frente a la brillante tumba negra lo primero que vino a mi mente fue recordar ese pequeño párrafo de la escuela secundaria. Disfruté ser consciente de estar construyendo una historia ahí y en ese momento. Sonreí de pensar que mi curiosidad y una serie de factores y circunstancias en seis años y nueve mil kilómetros me fueron llevando sin querer hasta ese lugar. Ese día tan cálido en Praga.
Giré la cabeza a ambos lados, todo estaba solo. La vieja hacía tiempo que había desaparecido. Solo estaba esa piedra negra y lustrosa de Jan Neruda frente a mí, con su nombre dorado que resaltaba de ese granito negro que brillaba intensamente.

Saqué entonces la reflex, y el instante que he capturado lo comparto en este Blog.
Seis años y nueve mil kilómetros después me separan de aquel caluroso día en Vysehrad.
El granito estaba tan brillante que aparecí reflejado. No recuerdo si así lo quise o resultó más bien una sorpresa, eso no importa. Quedo mi reflejo.







La vida después de Neruda



Los lugares nunca son los mismos; provocan emociones particulares y por lo tanto distintos niveles de adicción y gusto.


Mis lugares preferidos son las estaciones de tren y los aeropuertos; son sitios de paso donde la gente llora mientras se despide, o sonríe sinceramente mientras ve como sus amigos o familiares caminan cadenciosamente por los andenes con maletas en mano, aproximándose, pensando en dar un abrazo o solo saludar con un beso.
Emociones intensas siempre.

Los cementerios salen de cualquier clasificación, solo buscan ser un lugar de memoria. El último sitio sobre la tierra para combatir el mayor terror humano que es el olvido.
Creo que un cementerio representa la paz, el regreso al útero materno, la búsqueda de la inmortalidad y lo patético e irreal de todo lo anterior.
No hay un cementerio similar a otro; nunca son iguales: Los hay pobres, polvorientos, muy vivos –por extraño que pareciera el término-, tristes, solemnes, monumentales y nostálgicos.
Vysehrad es lo que un cementerio Praguense debiera ser: un lugar hermoso acorde a su ciudad, lleno de historia y de tristeza, de recuerdos grises y de una felicidad extraña por su nostalgia infinita.
Cuando regresé a México traje una fascinación por los cementerios; no por la muerte que es diferente. Sino por la obsesión humana de la memoria y la trascendencia.

A seis años de Vysehrad he logrado reunir series fotográficas de distintos cementerios, buscando entender su carácter único e irrepetible, su finalidad de ser monumentos al recuerdo y la vida.

Ahí está el hilo que descubrí hace tiempo. Una hebrita que comenzó en una frase y afortunadamente todavía no termina porque se transformó en otra cosa.

En mi familia acostumbramos la cremación en lugar de los entierros; sin embargo me gustaría tener una lápida de granito negro con mi nombre en dorado que permita reflejar a quienes pasen al frente y se detengan un momento a ver las letras brillantes sobre su imagen estática.

Si, me obsesiona también ser olvidado.

domingo, 16 de marzo de 2008

Chica Santander vs Luis C

Desde hace alguno años en México el sistema bancario se ha transformado como nunca antes.
Más de dos tercios de la banca quedaron en manos extranjeras después de la crisis del 95, sobretodo españolas.
Los cambios son bastante visibles, para bien y para mal.

Me parece bastante cómico leer en "El Páís" comentarios redentoristas sobre las mejoras que BBVA y Santander impulsan en México, como si fuera todavía otra época de conquista y estuvieran re-evangelizando financieramente. No lo niego, son bancos grandes y eficientes, pero ni mucho menos que son la panacea mesiánica en Latinoamérica.

Una realidad desafortunada, desde el punto de vista del consumidor bancario promedio, es la invación de promotores de tarjetas de crédito. Más bien acosadores: esperan a la entrada de los bancos, te observan, te insisten. Siempre. Más omnipresentes que Dios en esta sociedad posmoderna. Anexo esta historia, bastante común para muchos.

Afuera del Santander de Galerías, en un dia no muy bueno para ser amable. Probablemente la semana más atareada de todo lo que va del año, entre trabajo, preocupaciones y el pinchi polvo que solo puede existir en Torreón en estas épocas...

- ¡Hola Amigo!, ¿Ya manejas tarjeta de crédito?- Exclamó una chica delgada y morena, vestida de uniforme oscuro, con una sonrisa sincera y rutinaria mientras extiendía la mano para dar el saludo.
- No estoy interesado, gracias - Le respondí mientras sacaba mi cartera, que parece más una sucursal pocket size del Archivo General de la Nación por la cantidad de porquerías inútiles que guardo...- Shit!...¿Dónde estará la maldita tarjeta de Santander?- Pienso mientras reviso entre todos los papeles, tickets, tarjetas de presentación y apuntes; Chica Santander seguía a mi lado pero apenas la ví.
- ¿Pero sí tienes débito Santander?- preguntó con un tono insistente y seguro.
- Sí, tengo nómina en Santander, pero la verdad trato de utilizarla lo menos...- Respondí sin pensar, como autómata, mi cerebro monofuncional masculino se dedicaba al cien por ciento en recordar donde estaba la maldita tarjeta.
- ¿Porqué amigo? ¿Mira, si ya tienes débito entonces es muy fácil pedir la tarjeta de crédito? ¿Qué no te gustaría tener más capacidad de consumo?- Terminó la oración dibujando en su lánguida cara una sonrisa amigable y faldera.

Cuando Chica Santander mencionó tener más capacidad de consumo no se imaginó que su potencial cliente era un burgués de izquierdas, que en lo que menos está interesado es en ampliar su capacidad consumista. Ahí tronó algún conducto nervioso de mi cuerpo, un tipo de señal amarilla de alarma antes de ahorcar a la mujer y matarla empujándola por el pasillo hasta la planta baja, y de pasada aventarle encima su puto y cochino stand. !Ah, que maravillosa es la bioquímica humana!, una emoción se reduce a una suma de sustancias que segrega cualquier cuerpo.
- A ver, no tengo buenas experiencias con tu banco, por eso. Te repito que no estoy interesado- La tarjeta no aparecía, solo miré a Chica Santander un momento. Saqué todo lo del interior de la cartera y me puse a revisar cosa por cosa. Mi paciencia a punto de acabarse.
- ¡Mira, pero sí traes otras tarjetas de crédito!- exclamó mientras estiraba su cabezota con pelo mal planchado acercándose a ver lo que revisaba.
Cuando alcé la vista y ví sus ojos a centímetros de mí, sentí la señal elétrica nerviosa del enojo, equivalente a encender una secadora, un tostador, un calentón y unas diez televisiones juntos, todo eso en un segundo, lo sentí en todo mi torrente sanguíneo.
Bastante irritado, le respondí con tono alto:
- ¡OYE, NO SEAS METICHE!, ¿YO NO ME PONGO A ESCULCAR TU BOLSA VERDAD? Hay una cosa que se llama respeto, y te estoy pidiendo desde hace minutos que me respetes. ¿ES MUY DIFICIL?... ¡CUANTAS VECES MAS TENGO QUE DECIRTE QUE NO ME GUSTA SANTANDER Y QUE MUCHO MENOS ME INTERESA TENER TARJETA DE CREDITO!
Se lo dije a los ojos, fulminante, y sobretodo con la más absoluta naturalidad de mi alma.
Chica Santander se dio la media vuelta y se fue. Mi tarjeta apareció entonces.


Moraleja: si les pasa lo mismo que a mí, no la piensen dos veces, avienten a Chica Santander (o Bancomer o Banamex o cualquier otra institución acosadora) hasta la planta baja, alguien habrá de recoger el cuerpo antes que se pudra. No creo que Santander le proporcione un seguro de proteción contra clientes nefastos.
El mundo no necesita tarjetas de crédito ni ampliar su capacidad consumista.
Y claro, tampoco a Chica Santander.

viernes, 14 de marzo de 2008

El otro París

Sí, hay otro París.
Lejos de los clichés, muy diferente a la idea de lo que la ciudad es.
Pobre ciudad, encerrada en una imagen esclavizada de sí misma, negando muchas veces esos barrios pobres y bajos, tan ricos y vivos.
La ciudad verdadera, con sus putas, sus árabes, sus malos olores, sus malas infraestructuras, su paisaje salvaje y empírico, sus mercados africanos y sus historias de esclavitud, violencia y atraso social.
Un cinturon de tercermundismo, avergonzante para un país hijo de la modernidad. Una ciudad que poco le importa el laicismo, las ideas de la ilustración y los derechos del hombre. Cicatriz incómoda, palpable y viva de un éxito que no fué para todos sus ciudadanos.
El otro París que no tiene postales, y por donde no pasó Haussmann.

En la ciudad luz el cielo siempre está nublado y gris. Bastante paradójico.