sábado, 9 de febrero de 2008

Cuadernito de viajes, Trinidad Cuba









Nos separamos por la tarde.


El calor no dejaba tomar siestas largas, y apenas si había viento que refrescaba los poros de la piel; me decidí entonces a salir, caminar y sentir el suelo empedrado en las plantas de mis pies. Cada piedra cuenta una historia, y a mi siempre me han fascinado las historias.

La ciudad estaba casi desierta, apenas si pasaba algun distraído que había olvidado hacer un pendiente en la mañana, para evitar el calor de esas horas.

Me gustaba caminar por la sombra, de ahí se ve mejor el reflejo de la realidad.

En la calle encontré un viejo que vendía libros usados. Nada interesante, salvo un manual soviético de construcción de los años sesenta, bastante destartalado, igual que la vida de aquel hombre, que por lo que me dijo, estaba bastante necesitado de plata.

Después de treinta minutos de intentar convencer al viejo de mi auténtica ausencia de dinero, y de la inutilidad que es tener en México un manual constructivo de la época de Nikita Kruschov caminé dos cuadras más, en dirección al centro donde encontré un cafecito bastante curioso.

Tenía ventanas enormes, y desde dentro se podía ver una animada partida de dominó. Al interior el joven mesero criollo platicaba con una chica unos años menor que él. Entre ambos había un enorme frigorífico con paletas de hielo y vacitos de nieve.

El calor era el mismo, pero la luz del sol había cambiado.

Apenas salí todo era dorado, hermosamente dorado, onírico y fugaz. Como ver por primera vez el Retablo de los Reyes o el convento de las Capuchinas de Tlalpan.

Luz que no es luz porque solo la he visto pocas veces.

Cuando pienso en Trinidad me recuerdo de esa luz dorada del atardecer que se me ha aparecido pocas veces en esta la vida mia.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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